IV


A cámara lenta. Así sentí que giraba mientras mis ojos, desorbitados y ajenos a la lentitud de mi cuerpo, intentaban fijar el origen del ruido. “Es arriba, en el tercero”, murmuré. “¿Vas a subir? ¿Vas a subir? ¿Vas a subir?” repetía mi mente mientras ponía una mano en la boca tratando de ahogar el grito que estaba a punto de salir. “Tengo que subir, tengo que saber si esto es seguro, tengo que verlo”, me dije. Y como un resorte, mis pies se movieron hacia la escalera que subía. Un tramo, descansillo. Parecía que acababa de hacer una maratón, al menos mi corazón así lo creía a juzgar por los latidos. Temía, absurdamente, que si abría la boca éste se escaparía de mi cuerpo y que tendría que salir tras él para cogerlo. Me obligué a pensar coherentemente y a centrar mi atención en el último tramo de escaleras. Subí. Miré las dos puertas, que parecían cerradas. Me acerqué a la de la izquierda y puse la mano en la madera. Cedió tan solo un milímetro, lo suficiente para saber que estaba abierta, y quité la mano de la puerta como si ésta quemara.
- ¿Hayjjjjjj…? –no podía hablar. Lo intenté de nuevo -¿Hay alguien? Por favor, ¿me oyen?
Silencio. No me atrevía a volver a tocar la puerta, y miraba enloquecida en todas direcciones esperando que apareciera algún muerto viviente por cualquier lado.
-       Por favor, estoy cagada de miedo, por favor, ¿hay alguien ahí?
-       Si, soy yo –la puerta se abrió un poco más, y yo me tranquilicé algo cuando escuché una voz humana.
-       ¿Quién eres? –pregunté mientras mi cerebro buscaba en su archivo el nombre de los vecinos del tercero -¿es usted, Carmen?
-       Si, Sonia –me contestó, abriendo un poco más la puerta.
-       Déjeme pasar, Carmen, y cierre la puerta tras de mí. ¿Está sola? ¿Está con su marido? Hablar desde la escalera no es seguro –le dije.
-       Pasa, hija –y abrió la puerta completamente.
Entré rápidamente y la puerta se cerró con suavidad a mi espalda. No sabía si había sido una buena idea, no sabía lo que iba a encontrar en ese piso, y no sabía si Josefa se impacientaría con mi ausencia. “Dios quiera que no se le ocurra salir a buscarme”, pensé mientras me dirigía tras Carmen hacia el salón.
Una vez frente a frente me di cuenta de que esa mujer, también cercana a los setenta, había estado llorando y que su rostro reflejaba miedo y estupefacción. “Algunas veces es mejor no saber, Sonia. No preguntes. Date la vuelta y lárgate por donde has venido” me decía la voz de mi cabeza. Hice un gesto como apartándola de mí y me centré en Carmen.
-       ¿Cómo está, Carmen? ¿Se encuentra bien?
-       Si, yo estoy bien, hija.
-       ¿Y su marido? ¿No está con usted? –pregunté recordando que era una pareja que siempre iba junta a todas partes.
-       Si, mi marido está aquí. Está acostado. No se encuentra… no se encuentra bien.
-       ¿Está enfermo?
“Estupendo, ahora en lugar de cargar con una mujer mayor, vas a tener que cargar con dos y con un hombre enfermo” susurró la voz. “Cállate, joder” y volví a hacer el gesto para ahuyentarla. Carmen me miraba casi sin verme.
-       Si, no sé qué le pasa, pero no se encuentra nada bien. Estoy asustada, Sonia –me dijo.
-       ¿Ha salido a la calle? ¿Se le ha ocurrido salir a la calle? –temía lo peor.
-        ¡Siiiiiiii! –y se derrumbó en el sillón.
-       ¡Ay, Dios mío! ¡Ay, joder! –grité mientras me daba la vuelta para no dejar la puerta del salón a mi espalda -¿Quién te mandará a ti meterte en estos fregados, Sonia? ¡Joder!
-       Está muy malico, Sonia. Ayúdame, no sé qué le pasa, –intentaba desesperadamente coger mi mano –esta mañana temprano ha bajado a la calle para ver qué ocurría y cuando ha vuelto traía la mano ensangrentada. Me ha dicho que un loco le ha mordido nada más salir del portal, y que en la calle la gente estaba como ida. ¿Qué está pasando, Sonia?
-       Madre mía, madre mía, madre mía –murmuré.
-       Sonia…
-       A ver, Carmen –dije recuperando un poco la compostura -¿dónde está su marido?
-       En el dormitorio, está acostado desde entonces. Le he vendado la mano pero enseguida ha empezado a encontrarse mal. Tiene fiebre y convulsiones…
-       ¿Habla? ¿Le ha hablado desde entonces? –pregunté.
-       ¡Muy poco, hija! –dijo echándose a llorar –Al principio me ha dicho que estaba mareado, pero desde hace un rato solo dice incoherencias. ¡Ayúdame!
Me pregunté qué necesidad tenía de entrar en esa habitación, qué clase de curiosidad malsana me obligaba a dirigirme al dormitorio, y cuando traté de responderme ya estaba empujando la puerta de la habitación, con Carmen detrás.
Encendí la luz y un casi imperceptible hedor llegó hasta mi nariz. En la cama estaba José, mi vecino, un hombre de unos setenta años que siempre había sido muy ágil y que ahora se veía consumido y apagado. Apenas se movía y respiraba con mucha dificultad. Me acerqué y abrió los ojos, los clavó en mí y una mano helada se paseó por mi espina dorsal: esos ojos apenas tenían vida, se estaban convirtiendo en cristales, como los de aquel militar que encontré el sábado.
-       ¿Cuánto tiempo lleva así, Carmen?
-       Desde esta mañana. Serían las ocho más o menos –contestó.
-       ¿Y qué hora es? –le pregunté.
-       Son… es casi la una.
-       Cinco horas –susurré –y ya está casi…
-       ¿Casi qué, Sonia? –Carmen me miraba alarmada.
Tenía que decidir cómo explicarle a esa mujer que su marido iba a morir y que luego iba a “despertar” como un monstruo, que teníamos que salir de allí cuanto antes y abandonarlo, que a lo mejor era necesario que yo le clavara el cuchillo en la cabeza antes de irnos, que no estaba segura de si sería capaz de hacer eso. Tenía que decidir sobre todo eso, no sabía cómo empezar y tampoco cuanto tiempo tardaría José en cerrar los ojos para volver a abrirlos convertido en un zombie. Corríamos peligro y había que actuar ya.
-       Carmen, no me va usted a creer, pero desde el sábado están pasando cosas muy raras en todas partes. La gente se ha… la gente se ha infectado con algo y se dedica a morder a los que no están infectados, así los contagian. Es lo que le ha pasado a su marido. El caso es que una vez que han sido contagiados mueren, pero luego…
-       ¿Luego qué?
-       …Luego despiertan convertidos en una especie de zombies. ¿Ha visto alguna película de zombies alguna vez, Carmen? –ante su afirmación continué –Pues despiertan así, son muertos vivientes, que se alimentan de carne humana.
-       No me lo puedo creer –contestó, aunque en su cara comprobé que creía lo que yo le estaba contando.
-       Su marido… su marido va a morir, Carmen. No creo que tarde mucho. Y es imprescindible que usted venga conmigo y que lo dejemos en el piso encerrado –ya había decidido que no iba a clavarle el cuchillo mientras estuviera en la cama – para que no pueda salir y atacar a nadie.
-       No.
-       ¿No qué, Carmen? ¿No me cree?
-       Te creo, Sonia. Pero no me voy contigo –respondió tranquilamente.
-       ¿Cómo que no viene conmigo? ¿No acaba de decir que me cree? José va a morir, se va a despertar y la atacará, en el mejor de los casos usted se convertirá en un ser como él. La única solución para que no pase eso es que venga conmigo y que… que le clavemos este cuchillo en la cabeza a su marido para que no se pueda despertar convertido en un zombie –ya estaba dicho, tenía que matarlo aunque sabía que no tenía agallas para hacerlo.
-       Ni lo voy a abandonar ni lo vamos a matar, Sonia. Llevo más de cincuenta años con él y no lo voy a dejar ahora.
-       Pero, pero, ¿es que no se da cuenta? Cuando muera, lo que despierte después no será su marido, Carmen. Será un monstruo como los que están en la calle. No pensará, no hablará, no recordará nada, ni siquiera a usted, sólo tendrá hambre y usted será su comida, ¿no lo entiende?
-       Lo entiendo muy bien, Sonia. Pero no me voy a ir y lo voy a dejar aquí. Que pase lo que tenga que pasar. Cuando he abierto la puerta al oír ruidos en la escalera lo he hecho pensando que alguien podría ayudarnos. Si no hay solución para él, prefiero quedarme aquí.
La cogí del brazo. Sorprendentemente estaba tranquila, nada que ver con la mujer que encontré cuando llegué a su puerta.
-       Carmen, por favor. Josefa, la del segundo, está conmigo en mi casa. Coja lo que necesite y venga conmigo. Esto no tiene solución.
-       No.
Lo intenté. Juro que lo intenté. No sé cuanto tiempo pasé tratando de convencerla, seguramente habría seguido allí hasta que José hubiera hecho su “conversión” de no ser por los gritos que comencé a escuchar en la escalera. Era Josefa. Gritaba mi nombre histérica. Corrí hacia la puerta y Carmen la cerró tras de mi. Mientras bajaba las escaleras de dos en dos escuché el sonido de la llave y de los cerrojos que se cerraban. Ni siquiera me di cuenta de que estaba llorando.

III


Martes, 11 de enero. La noche del lunes la pasamos tratando de dormir, sin conseguirlo. Escuchaba a Josefa en la otra punta de la casa, en la cama de invitados, dar vueltas y más vueltas y quejarse. Yo me levanté cinco o seis veces para ir al cuarto de baño sin necesitarlo, y atenta a cualquier ruido que pudiera escuchar. Me acercaba a la puerta de entrada del piso y escuchaba: silencio, todo estaba tan silencioso en la escalera como cualquier madrugada de un día normal, aunque la cosa cambiaba bastante cuando atisbaba entre las rendijas de la persiana y miraba la calle, dominada por esos seres que antes eran personas y que ahora sólo buscaban alimentarse.
La carretera era un amasijo de coches, motos, contenedores de basura, muertos tirados en cualquier parte y zombies caminando o comiéndose a alguien. No vi personas normales, la policía había desaparecido y ya no se oían disparos, y del prometido ejército, nada.

La mañana amaneció nubosa, con un cielo gris plomizo que invitaba a la depresión, parecía que iba a llover, aunque en Murcia nunca se sabe, era bastante probable que en unas horas ese cielo gris se transformara en un día agradable. Eso esperaba, un poco de luz que aliviara mis dudas.
Tomaba un café con leche cuando apareció Josefa en la cocina; al mirarla la encontré mucho más vieja que el día anterior, como si en una noche le hubieran caído encima un montón de años. “Eso es que tú todavía no te has mirado al espejo, nena”, me dije, “seguro que tu cara es un poema”.

-       Buenos días, Josefa, ¿quiere un café?
-       Si, hija, con un poco de leche si es posible –contestó cansada.
-       Ningún problema, el café está recién hecho, aunque es descafeinado… Es que soy muy nerviosa, ¿sabe? –respondí.
-       No te preocupes, ahora mismo prefiero que sea descafeinado.
-        
Preparé un café con leche y unas tostadas mientras ella se sentaba a la mesa, y entablé conversación para tratar de disipar un poco el miedo que veía en sus ojos.
-       ¿Ha dormido algo? Yo muy poco, estaba tan estresada que me ha resultado muy difícil conciliar el sueño.
-       Ay, hija, una es vieja, aunque lo de extrañar la cama ha sido lo de menos, la cabeza me daba vueltas y vueltas pensando en todo lo que está pasando y no he dormido nada –susurró.
-       Mire, hoy tenemos que esperar también por si llega el ejército y nos saca de aquí, así que luego, después de comer, se acuesta usted un rato mientras yo vigilo la calle. ¿Dormiría más tranquila si yo estoy vigilando?
-       No se, no se si voy a poder dormir alguna vez más –contestó.
-       ¿Tiene usted pastillas para dormir?
-       Tengo en casa, y los medicamentos que tomo para la tensión.
-       ¿En la casa o en el piso, Josefa? –pregunté.
-       Como el domingo subimos a dormir al piso, los tengo allí.
-       ¿Y tiene también ropa limpia en el piso? ¿Comida? No se, ¿armas? –trataba de tomármelo con humor, pero su respuesta me dejó sin aliento.
-       En el piso tengo algún pantalón viejo, si, algo de ropa. Creo que hay latas en la cocina, y leche en la nevera. Y Lázaro tiene, tenía, una escopeta…
-       ¿Una escopeta? –la interrumpí -¿En el piso? –pregunté esperanzada.
-       No, la escopeta está en la casa, en un despensero que hay en la cocina. A Lázaro le gustaba ir de caza, muchos domingos iba con sus amigos a un coto que hay por aquí cerca. A mí nunca me gustó que cazara, pero hija, no pude quitarle ese gusto.
-       Es bueno saber que hay una escopeta cerca, aunque ahora mismo no están las cosas para salir a la calle. Al piso sí puedo intentar subir para coger su ropa y sus medicinas. ¿Cerró usted la puerta del piso, Josefa? ¿Tiene las llaves?
-       Las tengo aquí, en el bolsillo –contestó sacando un manojo de llaves.
-       ¿Las de la casa también las lleva ahí?
-       No, las de la casa están arriba. Lázaro cogió su juego cuando bajó a por las escobas, pero yo tengo otro que está ahí arriba.
-       Bueno, mientras se acaba usted el café yo voy a ducharme y a ponerme algo cómodo. Cuando salga me tiene que explicar muy bien dónde está cada cosa en el piso para tardar lo menos posible en recoger todo lo que necesita, ¿vale?
-       ¡Ay, hija! ¡No salgas! Puede que en la escalera haya algún monstruo de esos esperando. ¡Me quedaría sola! ¡Te matarían! –estaba a punto de llorar.
-       Eso no va a pasar, Josefa. Anoche estuve ojeando por la mirilla y en la escalera no se oye nada. Si la puerta de abajo estaba cerrada es casi imposible que hayan entrado, y yo me daré toda la prisa posible –trataba de convencerme más a mí misma que a ella, y Josefa lo notó.
-       No quiero que vayas, Sonia, tú has dicho que el ejército va a venir, sólo tenemos que esperar.
-       Sí… El ejército tiene que venir –dudé. –Voy a ducharme y ahora hablamos.

Antes de pasar por la ducha tuve que estar un rato sentada en el váter. La idea de salir del piso había conseguido descomponerme el estómago. “¿Es necesario que lo hagas o es un acto de valentía estúpido por tu parte?” me pregunté. “Las dos cosas”, me dije sinceramente. “Tarde o temprano vas a tener que salir, así que mejor hacerlo ya y traerle las pastillas, no vaya a ser que le dé una subida de tensión” pensé.
Me duché y me vestí con un chándal y unas viejas zapatillas deportivas. En la cocina, Josefa fregaba las dos tazas del desayuno. Me explicó que la distribución de su piso era la misma que en el mío, y dónde tenía la ropa, las medicinas y las llaves de la casa. Observé por la mirilla de la puerta un buen rato y seguí sin escuchar nada, la escalera parecía limpia, aunque no me decidía a abrir la puerta y salir. Finalmente me decidí.
-       Josefa, tiene usted que estar detrás de la puerta mirando por la mirilla para cuando vuelva. En cuanto vea que estoy casi en el rellano, abra la puerta rápidamente para que entre. No la abra antes, es muy importante, ¿entiende?
-       Si –su voz era apenas un susurro. –Tengo miedo, Sonia.
-       No va a pasar nada, Josefa, pero es muy importante que esté usted vigilando la escalera y que en cuanto me vea en el rellano abra la puerta –repetí.
-       No te preocupes por eso, hija, que abriré la puerta. Lo que a mi me da miedo es que te encuentres con algún bicho de esos.
-       No parece que haya nadie –respondí. –Además, me llevo el cuchillo de cocina y las agujas de hacer punto.
No sabía por qué, pero las agujas me parecían un arma mejor que cualquier otra cosa de las que había en casa. Las apreté firmemente en mi mano y cuando estaba a punto de abrir la puerta, la voz de Josefa me sobresaltó. La verdad es que yo estaba más que asustada.
-       Las llaves, hija, tómalas.
-       Ay, gracias –respondí cogiéndolas.
-        
No había vuelta atrás. Agarré el picaporte, empuñé el cuchillo y abrí la puerta. Salí y pedí a Josefa con gestos que cerrara suavemente, sin hacer ruido. El corazón me latía a mil por hora y traté de serenarme. Cuando noté que la puerta se cerraba a mi espalda me puse en marcha y comencé a subir los escalones. No sé si lo hice rápidamente, porque la sensación que tenía era de estar actuando a cámara lenta. Al doblar el recodo de la escalera mi corazón era ya un potro desbocado que pugnaba por salir de mi boca. “Tranquila, tranquila, no hay nadie”, me dije. Y realmente no había nadie, así que completé el otro tramo y me coloqué frente a la puerta del piso de Josefa. Luché con las llaves maldiciendo el no haberle preguntado cual era, perdiendo unos minutos preciosos y mirando hacia atrás a cada instante. “No hay nadie, no hay nadie” me repetía una y otra vez mientras intentaba abrir la puerta. Y entonces, en el silencio de la escalera, se oyó el ruido casi imperceptible de los goznes de otra puerta. No estaba sola, y la sangre se me heló en las venas mientras me daba la vuelta.

II


Josefa dormitaba en el sillón del salón, buscando por los cajones había encontrado unos valiums que me dio mi madre hacía mucho tiempo no sé para qué, y aunque no sabía si estaban caducados, le di uno para que se tranquilizara. Tuve la tentación de tomar yo otro, porque mi corazón seguía con el “solo para bombo y platillos”, pero deseché la idea ante el temor de dormirme. Necesitaba estar alerta, y necesitaba tener la mente despierta y encontrar algunas respuestas a la situación.

“Bien, lo primero, lo primero es seguir probando con el teléfono, con el fijo y con el móvil, a ver si contesta alguien” me dije. Con ambas manos marcaba y remarcaba el 112 cada vez que escuchaba el pitido de comunicando, con los dos teléfonos a la vez. Estuve probando más de 15 minutos cuando decidí que era inútil. Puse la tele y ahí logré encontrar alguna explicación. Me quedé con la boca abierta al escuchar lo que contaba Ana Blanco desde un especial informativo de la Primera:

“Repetimos: se ha establecido el estado de alarma en todo el país. Aunque las informaciones que nos llegan son todavía confusas, se confirma que un virus desconocido se ha propagado en la base militar de Santa Bárbara, en Murcia, extendiéndose rápidamente por las poblaciones limítrofes. Se desconoce hasta el momento el número de afectados, por lo que se pide a todos los ciudadanos que permanezcan en sus casas hasta nuevo aviso y que no se acerquen, repito, no se acerquen, a cualquier persona que consideren está infectado.
El virus convierte a los afectados en seres sin raciocinio que atacan a las personas no contaminadas, las muerden y, con esa mordedura, las infectan a su vez, por lo que es imprescindible que no se acerquen a nadie infectado.
Si algún familiar o usted mismo ha sido mordido por algún enfermo, pónganse en contacto con la policía o con su centro de salud más próximo para que puedan ser atendidos a la mayor brevedad.”
“Como si eso fuera tan fácil, cabrones”, me dije recordando mi frustrado intento de contactar con la policía.
“Escuchamos ahora las palabras de Ramón Luis Valcárcel, presidente de la Comunidad Autónoma de Murcia”. Las imágenes que siguieron las vi pero no escuché lo que el presidente tenía que decir sobre el tema, estaba segura que, tras tragarme cantidad de películas y alguna serie sobre los zombies, yo sabía más de lo que pasaba que él. Después el presidente del Gobierno flanqueado por Rubalcaba y Pajín explicaba los motivos de haber establecido el estado de alarma y repetía lo que ya había dicho la presentadora. También dijo que se habían desplazado destacamentos militares a la zona para tratar de frenar la avalancha de infectados.
Un cúmulo de sensaciones se mezclaban en mi cuerpo: miedo ante una situación que no sabía y no podía controlar, rabia, impotencia y asombro, mucho asombro. Aquello había empezado en un cuartel que estaba apenas a 2 kilómetros de mi casa, al borde de la carretera, y yo pasaba por allí todos los días cuando iba al trabajo. ¡Dios, era increíble! ¿Qué habían estado haciendo allí para que ocurriera eso?

En la televisión, imágenes de lugares que yo tristemente conocía, de la carretera que unía el cuartel con mi pueblo y con la ciudad, ahora convertida en campo de batalla de ciencia-ficción. Ni rastro de militares todavía, salvo los que provenían del cuartel y precisamente no se estaban dedicando a salvar vidas.
La policía trataba de aplicarse a fondo en diversos puntos de la carretera, sobre todo en la zona de cruce, pero aquello era demasiado rápido, disparaban a diestra y siniestra sin criterio y me di cuenta de que era más probable caer víctima de una bala que de una mordedura. Era una escabechina, y lo más increíble era que podía verlo en vivo y en directo solamente subiendo la persiana del salón.

Después de las imágenes, una mesa de debate en la que profesionales de la sanidad, la política y las fuerzas del orden intentaban dar su punto de vista sobre el problema. Unos decían que los infectados fueran a un centro de salud, otros que se quedaran en casa, otros que la solución era el exterminio y ninguno sabía nada y todos querían dar a entender que sabían. El caos.

Con la sensación de ser la víctima de una broma brutal, contemplé el salón como si lo viera por primera vez, ordenado, limpio, como si lo que pasaba fuera no pudiera alcanzarlo, como si apagando la tele el problema desapareciera como tantos otros problemas que asolaban el mundo y que por lejanía no importaban siquiera. En el mundo civilizado es muy fácil olvidarte de lo que les pasa a otros, basta con pulsar un botón, hasta que te ocurre a ti.

Tenía que moverme, tenía que hacer algo. En la cocina abrí una cerveza y me la bebí del tirón, deseando que ese poco de alcohol tranquilizara mis destrozados nervios. Observé por la mirilla de la puerta pero no vi nada, la escalera parecía tranquila, tampoco se oían ruidos. Comprobé la comida de la nevera y los armarios, había suficiente para aguantar un tiempo hasta que las cosas se calmaran. “¿Y si no se calman? ¿Y si va a más?” “¡Por Dios, cállate, agorera!” Estaba respondiéndome a mi misma y eso no era una buena señal.
“Bien, piensa, ¿qué hay que hacer? Revisar si todas las puertas están bien cerradas y las rejas en su sitio”. Me puse en marcha. Al vivir en un primero, todas las ventanas que daban a la terraza posterior, así como la puerta, estaban enrejadas. Comprobé la cerradura dos o tres veces, las ventanas las abrí y cerré otras tantas y luego bajé todas las persianas. Por allí iba a ser bastante difícil que entrara nadie. Me preocupaban las ventanas del salón  y el balcón al que también se accedía desde mi dormitorio, esas no tenían rejas. Comprobé que todas las persianas estaban bajadas y me di cuenta con preocupación que si la electricidad se iba nos encontraríamos totalmente a oscuras, aún de día.

Después busqué cualquier cosa que me sirviera de arma en caso de necesidad. Lamenté profundamente no vivir en Estados Unidos y no ser una tiradora de primera, con una casa de papel pero llena de pistolas, y sonreí con ironía al darme cuenta de  que en las pelis casi todas las invasiones alienígenas o ataques zombies se producían en ese país porque para el argumento era mucho más fácil hacer que la “pobre gente” se defendiera. “Aquí va a estar un poco más jodido, nena” me dije.

Mi inventario final, tras revolver todos los armarios y cajones fue: unas tijeras grandes de cocina y otras normales de costura, un cuchillo grande, un hacha pequeña de las que se utilizan en las cocinas para partir la carne, un extintor más bien pequeño y unas agujas grandes de hacer punto. Con esas armas, si entraba alguno, ya nos daba por muertas. Y no era solo yo, en el salón estaba Josefina, una mujer mayor que no podría salir corriendo en caso de necesidad.
“Ay, Dios, no sé cómo vamos a sobrevivir” “Vas a sobrevivir porque es lo que has hecho toda tu vida, imbécil”. Volvía a hablar conmigo misma pero ya no me preocupaba.

Pensé en mis padres y mis hermanos, que vivían en una ciudad alejada unos 40 kilómetros de la mía, y volví a probar con los teléfonos para contactar con ellos. Silencio. Esta vez ni siquiera el pitido de comunicando. Silencio. El contraste con el ruido que venía de la calle era brutal.
“Estarán bien” me dije, “están lo suficientemente lejos como para que hayan tenido tiempo de ponerse a salvo”. Eso esperaba, aunque mirando a Josefina no podía evitar pensar en mi madre, un poco más joven pero ya mayor, y en mi padre, cojo desde hacía muchos años por culpa de la poliomielitis. “Mis hermanos se encargarán de ellos” traté de tranquilizarme. “Lo harán”.

Cuando volví al salón Josefa estaba despierta escuchando las noticias que se repetían en la pantalla. Su cara reflejaba un terror absoluto y mucho cansancio. Me miró.
-       ¿Qué está pasando, Sonia? Dios mío, ¿qué está pasando?
-       No sé por dónde empezar, Josefa –dije sentándome a su lado.
Me cogió la mano y la apretó.
-       Empieza por el principio, me parece que tenemos tiempo, ¿no?
Tomé aire y me dispuse a contarle lo que había visto, lo que sabía y lo que intuía. Eso me iba a llevar bastante tiempo.


I

Resulta curioso cómo la vida, en muchas ocasiones, te concede aquello que quieres de la forma más increíble, dando la sensación de que, quien quiera que mande ahí arriba, se está riendo en tu cara.
Así andaba yo, suplicando en mis plegarias más íntimas que algo, alguien, cualquier cosa, diera un giro de 180 grados a una vida (la mía) que se me estaba atragantando: un trabajo sin futuro, una edad para ser madre sin serlo, una estabilidad emocional que no tenía, y para colmo de males, sin un duro en el bolsillo. Por no mencionar un ligero sobrepeso que me fastidiaba sobremanera, y cuya única culpable era yo, dada mi afición a la buena mesa y mi alergia a los deportes en general. Con los acontecimientos que vinieron después he de decir que lo que más me pesó en la nueva situación fue exactamente eso: mi pobre forma física y mis ganas de comer.

Recuerdo exactamente cuando empezó todo: el sábado 8 de enero, justo al terminar las fiestas navideñas. Había quedado esa noche con unas amigas para cenar en Murcia y tomar unas copas después, charlar un rato, ligar si era posible… Lo normal en un sábado cualquiera. Llegué a casa aproximadamente a las 5 de la mañana, sola, y mientras aparcaba el coche frente al edificio donde vivía ví que por la carretera desierta bajaba un tipo vestido de militar haciendo eses. Me apresuré: si estaba borracho, yo estaba sola y también un poco achispada, era muy tarde y por la calle no se veía un alma. Entré en mi edificio asegurándome de cerrar la puerta tras de mi y algo me dijo que no encendiera la luz de la escalera. Me fio de mi instinto porque me ha salvado de muchos peligros, así que no encendí la luz y me quedé esperando. Al cabo de pocos minutos pasó el tipo caminando como si estuviera tremendamente borracho y emitiendo unos sonidos guturales.
Me asusté como se podría haber asustado cualquier mujer, y di gracias a que, tras los cristales de la puerta, yo fuera casi invisible a sus ojos, unos ojos que cuando miraron hacia mí sin verme, reflejaron la luz de las farolas como si fueran de cristal, unos ojos muertos.
Subí de tres en tres los escalones que llevaban a mi piso, contenta de vivir en un primero, y sólo respiré cuando estuve dentro de casa, con la puerta cerrada y las llaves puestas. Al cabo de un rato me pareció que lo que había visto en ese hombre había sido una exageración debida a mi pequeña borrachera, por lo que sin darle más vueltas me lavé los dientes, me quité los restos de pintura, me puse el pijama y me acosté.
Cuando desperté al día siguiente eran casi las dos de la tarde del domingo, y fui directa de la cama al sillón del salón. Mi domingo pasó entre viejas películas almacenadas en el disco duro. No vi las noticias, así que no se si ese domingo ya había saltado la alarma o si todo estaba en calma. Los sábados de juerga traen domingos de letargo.

El despertador sonó a las 8 de la mañana del lunes, aunque yo llevaba ya un buen rato dando vueltas en la cama, luchando por aferrarme al sueño que se iba debido a la cantidad de ruidos que venían de la calle: alarmas de policía, de ambulancias, de bomberos, sonidos de multitud de coches y camiones.
Vivo en un pequeño pueblo que está pegado a una ciudad, justo al borde de la carretera que une a ambos, por lo que estaba acostumbrada  a los ruidos matutinos, pero lo de esa mañana me parecía un poco exagerado. Supuse que era la rutina de incorporarse mucha gente al trabajo después de las vacaciones navideñas, de que los críos volvieran al cole. Siempre hay más actividad tras un periodo vacacional y pensé que eso era lo que pasaba. Me duché tranquilamente, me vestí y cuando estaba tomando mi café con leche sonó el timbre de la puerta.
“¿Quién coño será a estas horas?” me pregunté un poco molesta. Decidí que no iba a abrir la puerta cuando el timbre volvió a sonar, esta vez con más insistencia. Me acerqué a la mirilla y ví a mi vecina Josefina, una mujer de más de 70 años, que pulsaba de nuevo el timbre. Abrí la puerta y Josefina entró como una bala, cerrando tras de si.

-          ¿Qué pasa, Josefa? –le pregunté.
-          ¡Ay, hija, ay, ay, ay!
-          ¿Está mala? ¿Está enfermo su marido? –ya me estaba asustando.
-          ¡Ay, hija, ay! ¡Mi marido! ¡Mi marido! –contestó histérica.
-          ¿Qué le pasa a su marido, Josefa? A ver, tranquilícese y cuénteme que pasa y no se preocupe que la ayudaré en lo que pueda.

Cuando me di cuenta de que no se calmaba, la hice sentarse en el sillón y le llevé un vaso de agua. Resultó a medias, y entre quejidos pude enterarme de lo que pasaba.

-          Anoche nos quedamos los dos a dormir en el piso –vivían en una casa pegada a mi edificio, pero eran propietarios también de un piso justo encima del mío –ay, hija, porque esta semana viene mi hijo de Almería y queríamos limpiarlo para que se quedase aquí. Ay, ay, mi marido, ay.
-          Siga, Josefa, ¿qué ha pasado? –la apremié. Si había ocurrido algo grave, el tiempo iba en nuestra contra.
-          ¡Ay, ay! Esta mañana a primera hora Lázaro ha bajado a mi casa para subir unas escobas y no ha vuelto, ¡ay, ay! Como tardaba tanto me he asomado al balcón y he visto, ay, he visto…
-          ¿Qué ha visto? –me estaban dando ganas de pegarle un par de tortas a ver si aligeraba.
-          ¡He visto a Lázaro tirado en el suelo y a unos hombres asquerosos encima de él, atacándole! ¡Había sangre! ¡Y en la calle había más gente y nadie ha hecho nada!
Aquello era intrigante, ¿qué estaba pasando?
-¡He gritado y han mirado hacia arriba, y sus ojos estaban muertos! ¡Y estaban cubiertos de sangre! ¡Y mi marido estaba allí tirado! ¡Y me he asustado tanto que sólo se me ha ocurrido bajar aquí!
-          Bueno, Josefa, no se preocupe, voy a mirar por el balcón a ver lo que pasa mientras llamo a la policía para que traigan una ambulancia, ¿vale? Bébase el agua, tranquilícese un momento y enseguida estoy con usted –le dije mientras cogía el teléfono, iba hacia el balcón y un estremecimiento me apretaba el corazón pensando en ojos muertos.

Cuando abrí la puerta del balcón el ruido de la calle entró de lleno en la casa, y pensé qué bueno era el climalit que había elegido para las ventanas y puertas de mi casa, pensamientos absurdos para una mente que se iba calentando más y más. El espectáculo era dramático: coches, camiones, policía, personas corriendo tras otras personas y, justo debajo del balcón, en la puerta del edificio, Lázaro, el marido de Josefina, sirviendo de comida a unos cuantos tipos andrajosos.
“Joder, joder, joder, son zombies” me dije. Mi cerebro lo negaba. Miré otra vez: lo que le estaba pasando a Lázaro se repetía a lo largo de la carretera con otra gente. “Son zombies, joder, esto no puede estar pasando, joder, no es posible”.
Ahora ya no oía el ruido de la calle, sólo mi propio corazón que palpitaba locamente a punto de desbocarse. “No puede ser, no puede ser, joder, no puede ser, esto es imposible, es imposible, no puede ser” me decía locamente, aunque lo que estaba viendo en la calle me gritaba a la cara que sí era, que estaba pasando, que ahí estaba mi cambio deseado.

Traté de tranquilizarme, de que mi corazón bajase las pulsaciones porque estaba a punto de que me diera un infarto. Todavía me parecía increíble lo que estaba viendo, pero mi cerebro empezaba a asumirlo.
Como buena aficionada al género, lo primero que pensé fue en zombies; no sabía si era así o no, pero era el símil más parecido que había podido encontrar: gente muerta (con ojos muertos) que se come a otra para desayunar. Una carcajada estuvo a punto de salir de mi boca, y la contuve para no desbordar un histerismo que sentía que afloraba dentro de mí, ya tenía una mujer histérica en la casa, y si el tema estaba como yo pensaba, no podía permitir dejarme llevar también.

Se me había olvidado llamar a la policía mientras observaba la escena; el teléfono estaba muerto en mi mano y, aunque supuse que nadie iba a responder a mi llamada, intenté contactar con el 112. Comunicaba. Entré en el salón, cerré la puerta del balcón, bajé con mucho cuidado la persiana y me enfrenté a Josefina que me miraba esperanzada.
-          ¿Has visto a Lázaro? ¿Has llamado a la policía? ¿Qué te han dicho? ¿Cómo está mi marido? ¡Ay, ay, ay!
-          Josefina, la policía no contesta, supongo que está saturada de llamadas, y Lázaro… Bueno, si pasa lo que yo creo que pasa, el milagro de Jesucristo se va a quedar en mantillas, joder –algunas veces debería morderme la lengua, lo se.