III


Martes, 11 de enero. La noche del lunes la pasamos tratando de dormir, sin conseguirlo. Escuchaba a Josefa en la otra punta de la casa, en la cama de invitados, dar vueltas y más vueltas y quejarse. Yo me levanté cinco o seis veces para ir al cuarto de baño sin necesitarlo, y atenta a cualquier ruido que pudiera escuchar. Me acercaba a la puerta de entrada del piso y escuchaba: silencio, todo estaba tan silencioso en la escalera como cualquier madrugada de un día normal, aunque la cosa cambiaba bastante cuando atisbaba entre las rendijas de la persiana y miraba la calle, dominada por esos seres que antes eran personas y que ahora sólo buscaban alimentarse.
La carretera era un amasijo de coches, motos, contenedores de basura, muertos tirados en cualquier parte y zombies caminando o comiéndose a alguien. No vi personas normales, la policía había desaparecido y ya no se oían disparos, y del prometido ejército, nada.

La mañana amaneció nubosa, con un cielo gris plomizo que invitaba a la depresión, parecía que iba a llover, aunque en Murcia nunca se sabe, era bastante probable que en unas horas ese cielo gris se transformara en un día agradable. Eso esperaba, un poco de luz que aliviara mis dudas.
Tomaba un café con leche cuando apareció Josefa en la cocina; al mirarla la encontré mucho más vieja que el día anterior, como si en una noche le hubieran caído encima un montón de años. “Eso es que tú todavía no te has mirado al espejo, nena”, me dije, “seguro que tu cara es un poema”.

-       Buenos días, Josefa, ¿quiere un café?
-       Si, hija, con un poco de leche si es posible –contestó cansada.
-       Ningún problema, el café está recién hecho, aunque es descafeinado… Es que soy muy nerviosa, ¿sabe? –respondí.
-       No te preocupes, ahora mismo prefiero que sea descafeinado.
-        
Preparé un café con leche y unas tostadas mientras ella se sentaba a la mesa, y entablé conversación para tratar de disipar un poco el miedo que veía en sus ojos.
-       ¿Ha dormido algo? Yo muy poco, estaba tan estresada que me ha resultado muy difícil conciliar el sueño.
-       Ay, hija, una es vieja, aunque lo de extrañar la cama ha sido lo de menos, la cabeza me daba vueltas y vueltas pensando en todo lo que está pasando y no he dormido nada –susurró.
-       Mire, hoy tenemos que esperar también por si llega el ejército y nos saca de aquí, así que luego, después de comer, se acuesta usted un rato mientras yo vigilo la calle. ¿Dormiría más tranquila si yo estoy vigilando?
-       No se, no se si voy a poder dormir alguna vez más –contestó.
-       ¿Tiene usted pastillas para dormir?
-       Tengo en casa, y los medicamentos que tomo para la tensión.
-       ¿En la casa o en el piso, Josefa? –pregunté.
-       Como el domingo subimos a dormir al piso, los tengo allí.
-       ¿Y tiene también ropa limpia en el piso? ¿Comida? No se, ¿armas? –trataba de tomármelo con humor, pero su respuesta me dejó sin aliento.
-       En el piso tengo algún pantalón viejo, si, algo de ropa. Creo que hay latas en la cocina, y leche en la nevera. Y Lázaro tiene, tenía, una escopeta…
-       ¿Una escopeta? –la interrumpí -¿En el piso? –pregunté esperanzada.
-       No, la escopeta está en la casa, en un despensero que hay en la cocina. A Lázaro le gustaba ir de caza, muchos domingos iba con sus amigos a un coto que hay por aquí cerca. A mí nunca me gustó que cazara, pero hija, no pude quitarle ese gusto.
-       Es bueno saber que hay una escopeta cerca, aunque ahora mismo no están las cosas para salir a la calle. Al piso sí puedo intentar subir para coger su ropa y sus medicinas. ¿Cerró usted la puerta del piso, Josefa? ¿Tiene las llaves?
-       Las tengo aquí, en el bolsillo –contestó sacando un manojo de llaves.
-       ¿Las de la casa también las lleva ahí?
-       No, las de la casa están arriba. Lázaro cogió su juego cuando bajó a por las escobas, pero yo tengo otro que está ahí arriba.
-       Bueno, mientras se acaba usted el café yo voy a ducharme y a ponerme algo cómodo. Cuando salga me tiene que explicar muy bien dónde está cada cosa en el piso para tardar lo menos posible en recoger todo lo que necesita, ¿vale?
-       ¡Ay, hija! ¡No salgas! Puede que en la escalera haya algún monstruo de esos esperando. ¡Me quedaría sola! ¡Te matarían! –estaba a punto de llorar.
-       Eso no va a pasar, Josefa. Anoche estuve ojeando por la mirilla y en la escalera no se oye nada. Si la puerta de abajo estaba cerrada es casi imposible que hayan entrado, y yo me daré toda la prisa posible –trataba de convencerme más a mí misma que a ella, y Josefa lo notó.
-       No quiero que vayas, Sonia, tú has dicho que el ejército va a venir, sólo tenemos que esperar.
-       Sí… El ejército tiene que venir –dudé. –Voy a ducharme y ahora hablamos.

Antes de pasar por la ducha tuve que estar un rato sentada en el váter. La idea de salir del piso había conseguido descomponerme el estómago. “¿Es necesario que lo hagas o es un acto de valentía estúpido por tu parte?” me pregunté. “Las dos cosas”, me dije sinceramente. “Tarde o temprano vas a tener que salir, así que mejor hacerlo ya y traerle las pastillas, no vaya a ser que le dé una subida de tensión” pensé.
Me duché y me vestí con un chándal y unas viejas zapatillas deportivas. En la cocina, Josefa fregaba las dos tazas del desayuno. Me explicó que la distribución de su piso era la misma que en el mío, y dónde tenía la ropa, las medicinas y las llaves de la casa. Observé por la mirilla de la puerta un buen rato y seguí sin escuchar nada, la escalera parecía limpia, aunque no me decidía a abrir la puerta y salir. Finalmente me decidí.
-       Josefa, tiene usted que estar detrás de la puerta mirando por la mirilla para cuando vuelva. En cuanto vea que estoy casi en el rellano, abra la puerta rápidamente para que entre. No la abra antes, es muy importante, ¿entiende?
-       Si –su voz era apenas un susurro. –Tengo miedo, Sonia.
-       No va a pasar nada, Josefa, pero es muy importante que esté usted vigilando la escalera y que en cuanto me vea en el rellano abra la puerta –repetí.
-       No te preocupes por eso, hija, que abriré la puerta. Lo que a mi me da miedo es que te encuentres con algún bicho de esos.
-       No parece que haya nadie –respondí. –Además, me llevo el cuchillo de cocina y las agujas de hacer punto.
No sabía por qué, pero las agujas me parecían un arma mejor que cualquier otra cosa de las que había en casa. Las apreté firmemente en mi mano y cuando estaba a punto de abrir la puerta, la voz de Josefa me sobresaltó. La verdad es que yo estaba más que asustada.
-       Las llaves, hija, tómalas.
-       Ay, gracias –respondí cogiéndolas.
-        
No había vuelta atrás. Agarré el picaporte, empuñé el cuchillo y abrí la puerta. Salí y pedí a Josefa con gestos que cerrara suavemente, sin hacer ruido. El corazón me latía a mil por hora y traté de serenarme. Cuando noté que la puerta se cerraba a mi espalda me puse en marcha y comencé a subir los escalones. No sé si lo hice rápidamente, porque la sensación que tenía era de estar actuando a cámara lenta. Al doblar el recodo de la escalera mi corazón era ya un potro desbocado que pugnaba por salir de mi boca. “Tranquila, tranquila, no hay nadie”, me dije. Y realmente no había nadie, así que completé el otro tramo y me coloqué frente a la puerta del piso de Josefa. Luché con las llaves maldiciendo el no haberle preguntado cual era, perdiendo unos minutos preciosos y mirando hacia atrás a cada instante. “No hay nadie, no hay nadie” me repetía una y otra vez mientras intentaba abrir la puerta. Y entonces, en el silencio de la escalera, se oyó el ruido casi imperceptible de los goznes de otra puerta. No estaba sola, y la sangre se me heló en las venas mientras me daba la vuelta.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

"-¡He gritado y han mirado hacia arriba, y sus ojos estaban muertos!"