IV


A cámara lenta. Así sentí que giraba mientras mis ojos, desorbitados y ajenos a la lentitud de mi cuerpo, intentaban fijar el origen del ruido. “Es arriba, en el tercero”, murmuré. “¿Vas a subir? ¿Vas a subir? ¿Vas a subir?” repetía mi mente mientras ponía una mano en la boca tratando de ahogar el grito que estaba a punto de salir. “Tengo que subir, tengo que saber si esto es seguro, tengo que verlo”, me dije. Y como un resorte, mis pies se movieron hacia la escalera que subía. Un tramo, descansillo. Parecía que acababa de hacer una maratón, al menos mi corazón así lo creía a juzgar por los latidos. Temía, absurdamente, que si abría la boca éste se escaparía de mi cuerpo y que tendría que salir tras él para cogerlo. Me obligué a pensar coherentemente y a centrar mi atención en el último tramo de escaleras. Subí. Miré las dos puertas, que parecían cerradas. Me acerqué a la de la izquierda y puse la mano en la madera. Cedió tan solo un milímetro, lo suficiente para saber que estaba abierta, y quité la mano de la puerta como si ésta quemara.
- ¿Hayjjjjjj…? –no podía hablar. Lo intenté de nuevo -¿Hay alguien? Por favor, ¿me oyen?
Silencio. No me atrevía a volver a tocar la puerta, y miraba enloquecida en todas direcciones esperando que apareciera algún muerto viviente por cualquier lado.
-       Por favor, estoy cagada de miedo, por favor, ¿hay alguien ahí?
-       Si, soy yo –la puerta se abrió un poco más, y yo me tranquilicé algo cuando escuché una voz humana.
-       ¿Quién eres? –pregunté mientras mi cerebro buscaba en su archivo el nombre de los vecinos del tercero -¿es usted, Carmen?
-       Si, Sonia –me contestó, abriendo un poco más la puerta.
-       Déjeme pasar, Carmen, y cierre la puerta tras de mí. ¿Está sola? ¿Está con su marido? Hablar desde la escalera no es seguro –le dije.
-       Pasa, hija –y abrió la puerta completamente.
Entré rápidamente y la puerta se cerró con suavidad a mi espalda. No sabía si había sido una buena idea, no sabía lo que iba a encontrar en ese piso, y no sabía si Josefa se impacientaría con mi ausencia. “Dios quiera que no se le ocurra salir a buscarme”, pensé mientras me dirigía tras Carmen hacia el salón.
Una vez frente a frente me di cuenta de que esa mujer, también cercana a los setenta, había estado llorando y que su rostro reflejaba miedo y estupefacción. “Algunas veces es mejor no saber, Sonia. No preguntes. Date la vuelta y lárgate por donde has venido” me decía la voz de mi cabeza. Hice un gesto como apartándola de mí y me centré en Carmen.
-       ¿Cómo está, Carmen? ¿Se encuentra bien?
-       Si, yo estoy bien, hija.
-       ¿Y su marido? ¿No está con usted? –pregunté recordando que era una pareja que siempre iba junta a todas partes.
-       Si, mi marido está aquí. Está acostado. No se encuentra… no se encuentra bien.
-       ¿Está enfermo?
“Estupendo, ahora en lugar de cargar con una mujer mayor, vas a tener que cargar con dos y con un hombre enfermo” susurró la voz. “Cállate, joder” y volví a hacer el gesto para ahuyentarla. Carmen me miraba casi sin verme.
-       Si, no sé qué le pasa, pero no se encuentra nada bien. Estoy asustada, Sonia –me dijo.
-       ¿Ha salido a la calle? ¿Se le ha ocurrido salir a la calle? –temía lo peor.
-        ¡Siiiiiiii! –y se derrumbó en el sillón.
-       ¡Ay, Dios mío! ¡Ay, joder! –grité mientras me daba la vuelta para no dejar la puerta del salón a mi espalda -¿Quién te mandará a ti meterte en estos fregados, Sonia? ¡Joder!
-       Está muy malico, Sonia. Ayúdame, no sé qué le pasa, –intentaba desesperadamente coger mi mano –esta mañana temprano ha bajado a la calle para ver qué ocurría y cuando ha vuelto traía la mano ensangrentada. Me ha dicho que un loco le ha mordido nada más salir del portal, y que en la calle la gente estaba como ida. ¿Qué está pasando, Sonia?
-       Madre mía, madre mía, madre mía –murmuré.
-       Sonia…
-       A ver, Carmen –dije recuperando un poco la compostura -¿dónde está su marido?
-       En el dormitorio, está acostado desde entonces. Le he vendado la mano pero enseguida ha empezado a encontrarse mal. Tiene fiebre y convulsiones…
-       ¿Habla? ¿Le ha hablado desde entonces? –pregunté.
-       ¡Muy poco, hija! –dijo echándose a llorar –Al principio me ha dicho que estaba mareado, pero desde hace un rato solo dice incoherencias. ¡Ayúdame!
Me pregunté qué necesidad tenía de entrar en esa habitación, qué clase de curiosidad malsana me obligaba a dirigirme al dormitorio, y cuando traté de responderme ya estaba empujando la puerta de la habitación, con Carmen detrás.
Encendí la luz y un casi imperceptible hedor llegó hasta mi nariz. En la cama estaba José, mi vecino, un hombre de unos setenta años que siempre había sido muy ágil y que ahora se veía consumido y apagado. Apenas se movía y respiraba con mucha dificultad. Me acerqué y abrió los ojos, los clavó en mí y una mano helada se paseó por mi espina dorsal: esos ojos apenas tenían vida, se estaban convirtiendo en cristales, como los de aquel militar que encontré el sábado.
-       ¿Cuánto tiempo lleva así, Carmen?
-       Desde esta mañana. Serían las ocho más o menos –contestó.
-       ¿Y qué hora es? –le pregunté.
-       Son… es casi la una.
-       Cinco horas –susurré –y ya está casi…
-       ¿Casi qué, Sonia? –Carmen me miraba alarmada.
Tenía que decidir cómo explicarle a esa mujer que su marido iba a morir y que luego iba a “despertar” como un monstruo, que teníamos que salir de allí cuanto antes y abandonarlo, que a lo mejor era necesario que yo le clavara el cuchillo en la cabeza antes de irnos, que no estaba segura de si sería capaz de hacer eso. Tenía que decidir sobre todo eso, no sabía cómo empezar y tampoco cuanto tiempo tardaría José en cerrar los ojos para volver a abrirlos convertido en un zombie. Corríamos peligro y había que actuar ya.
-       Carmen, no me va usted a creer, pero desde el sábado están pasando cosas muy raras en todas partes. La gente se ha… la gente se ha infectado con algo y se dedica a morder a los que no están infectados, así los contagian. Es lo que le ha pasado a su marido. El caso es que una vez que han sido contagiados mueren, pero luego…
-       ¿Luego qué?
-       …Luego despiertan convertidos en una especie de zombies. ¿Ha visto alguna película de zombies alguna vez, Carmen? –ante su afirmación continué –Pues despiertan así, son muertos vivientes, que se alimentan de carne humana.
-       No me lo puedo creer –contestó, aunque en su cara comprobé que creía lo que yo le estaba contando.
-       Su marido… su marido va a morir, Carmen. No creo que tarde mucho. Y es imprescindible que usted venga conmigo y que lo dejemos en el piso encerrado –ya había decidido que no iba a clavarle el cuchillo mientras estuviera en la cama – para que no pueda salir y atacar a nadie.
-       No.
-       ¿No qué, Carmen? ¿No me cree?
-       Te creo, Sonia. Pero no me voy contigo –respondió tranquilamente.
-       ¿Cómo que no viene conmigo? ¿No acaba de decir que me cree? José va a morir, se va a despertar y la atacará, en el mejor de los casos usted se convertirá en un ser como él. La única solución para que no pase eso es que venga conmigo y que… que le clavemos este cuchillo en la cabeza a su marido para que no se pueda despertar convertido en un zombie –ya estaba dicho, tenía que matarlo aunque sabía que no tenía agallas para hacerlo.
-       Ni lo voy a abandonar ni lo vamos a matar, Sonia. Llevo más de cincuenta años con él y no lo voy a dejar ahora.
-       Pero, pero, ¿es que no se da cuenta? Cuando muera, lo que despierte después no será su marido, Carmen. Será un monstruo como los que están en la calle. No pensará, no hablará, no recordará nada, ni siquiera a usted, sólo tendrá hambre y usted será su comida, ¿no lo entiende?
-       Lo entiendo muy bien, Sonia. Pero no me voy a ir y lo voy a dejar aquí. Que pase lo que tenga que pasar. Cuando he abierto la puerta al oír ruidos en la escalera lo he hecho pensando que alguien podría ayudarnos. Si no hay solución para él, prefiero quedarme aquí.
La cogí del brazo. Sorprendentemente estaba tranquila, nada que ver con la mujer que encontré cuando llegué a su puerta.
-       Carmen, por favor. Josefa, la del segundo, está conmigo en mi casa. Coja lo que necesite y venga conmigo. Esto no tiene solución.
-       No.
Lo intenté. Juro que lo intenté. No sé cuanto tiempo pasé tratando de convencerla, seguramente habría seguido allí hasta que José hubiera hecho su “conversión” de no ser por los gritos que comencé a escuchar en la escalera. Era Josefa. Gritaba mi nombre histérica. Corrí hacia la puerta y Carmen la cerró tras de mi. Mientras bajaba las escaleras de dos en dos escuché el sonido de la llave y de los cerrojos que se cerraban. Ni siquiera me di cuenta de que estaba llorando.

6 comentarios:

  1. Anónimo7/5/11

    aiss que me tienes intrigadisima jajaja, lo acabarás verdad? Un besooo
    rous_s

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  2. Anónimo12/5/11

    Intrigada??...yo le he puesto cara al pobre Jose, el del tercero.
    No tardes mucho en seguir contándonos, porfa.
    Besoss.
    Mayte

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  3. Anónimo13/5/11

    Ummm...creia que habia dejado un comentario ayer...bueno, espero que continues pronto, estamos en un sinvivir.
    Besos
    Mayte

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  4. (Frank Sythe-editor de la pagina)20/5/11

    "estamos en un sinvivir..."
    ¿escozor en la garganta? ¿Mayor apetencia de lo normal por la carne roja (poco hecha)?... Cuidado con según que comentarios porque la Silvia tiene un remedio para los no-muertos :-D

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  5. ais que sinvivir... Nenaaaaaaaa esto no se hace...

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  6. Anónimo23/4/12

    Buenas, aquí el "editor" , jeje... me parece q en breve tendremos mas raciones de carne... putrefacta...

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"-¡He gritado y han mirado hacia arriba, y sus ojos estaban muertos!"